jueves, 10 de noviembre de 2011

El partido debe continuar

Era previsible el resultado; los grandes siempre ganan por goleada, y más cuando se trata de un fenómeno mundial del baloncesto como lo es Magic Johnson. No son 10, ni 15 los puntos de diferencia, sino 17 más que yo los años que este mito de Los Lakers sigue jugando el partido de su vida con un equipo invencible: el del VIH.

Era el 7 de noviembre de 1991 cuando Magic Johnson conmocionaba al mundo del deporte comunicando en plena cúspide de su carrera su inmediata retirada del baloncesto tras declarar públicamente estar infectado por el VIH.

Tenía 32 años y muy pocos en aquel entonces hubiesen creído que 20 años después, la estrella de la NBA celebraría el vigésimo aniversario de su diagnóstico con perfecto estado de salud y un aspecto físico inmejorable.

17 años menos un día después al comunicado de Magic Johnson, yo recibía una llamada telefónica de la clínica confirmándome estar infectado por el VIH. Era un jueves, 6 de noviembre de 2008, el “día fatídico” en el que pensé que tendría los meses e incluso las semanas contadas.

El pasado domingo, se cumplían 3 años de aquel día en el que sentí que comenzaba la cuenta atrás. No hubo ninguna celebración especial; era más que suficiente el estar acompañado por las personas que más quiero; familia, amigos, y mi compañero de viaje; las mismas personas que ya estaban antes de que el VIH llamará a mi puerta, y que 3 años después continúan a mi lado de la misma forma.

Confieso que antes de saber que Johnson cumplía su vigésimo aniversario un día después de cumplir yo mi tercero, pensaba dedicar este post a esos 3 años de mi vida. Pero creo que sería un despropósito considerarme un ejemplo para nadie, y mucho menos comparado con el de Johnson, un ejemplo universal de 20 años de valentía, fuerza y optimismo, comparados con mis 3 en los que he intentado depositar buena dosis de lo mismo siguiendo el ejemplo de héroes como Magic Johnson o Jack Mackenroth.

Afirma el baloncestista que la detección precoz de su diagnóstico y la adherencia a la medicación han sido los dos factores que le han permitido disfrutar de dos décadas de buena salud, en uno inicios cuanto menos complicados en los que el VIH era sinónimo de muerte, y considerada hasta el momento una enfermedad que sólo afectaba a los gays.

Hoy, 20 años después para él y 3 para mí, jugamos en el mismo equipo, en diferente pista pero frente a un adversario común. Son muchas más las canastas que Johnson le ha conseguido colar al VIH, a mí todavía hoy en día me cuesta sumar puntos, pero aun así tomo impulso, corro, salto e intento encestar. A veces veo el aro demasiado alto y por más que salte no es suficiente, otras veces hasta cuelo algún doble.

De momento, aunque no sepamos cuando terminará este partido, me siento orgulloso y satisfecho porque tanto Magic Johnson como yo vamos ganando con diferencia a un duro rival. El tiempo nos dirá el resultado final. Ahora el partido debe continuar.

jueves, 20 de octubre de 2011

"Querido amigo",

Muchos podrán pensar que escribirte una carta es de locos y hasta puede resultar incomprensible. Sé que otros entenderán que tantas veces he pensado en ti desde que vives en mí, que por una vez puedo permitirme el lujo de dirigirme directamente a ti en segunda persona.

Podría dedicarte páginas enteras recreándome en reproches, en expresarte el miedo, la rabia y la impotencia que he sentido desde que llegaste; los diferentes estados de ánimo por los que he pasado desde que conocí tu existencia y el dolor que me has causado desde que nuestros destinos se cruzaron.

Pero hoy, en estos párrafos, y a unas semanas de celebrar nuestro segundo aniversario, no tengo la menor intención de manifestarte odio ni rencor; me siento ya muy lejos de la rabia de los primeros días contigo y muy cercano a la calma. No es que me haya resignado a vivir contigo, sino que te he aceptado como una parte de mí; de la misma forma que con la madurez se aceptan las arrugas que envejecen el rostro, o el ensanche de los cuerpos que un día fueron esbeltos y ligeros.

Te confieso que con tu llegada me sentí culpable y amenazado; fuiste mi juez, mi verdugo y mi cuenta atrás. Por un tiempo me robaste la calma, el control, las ilusiones y mi tiempo. Cambiaste mi sonrisa por lágrimas, mi dicha por tristeza, y mi vida por tu muerte. Te consideré mi enemigo, y hasta pensé que conseguirías apartarme de aquellos que me ayudaron a aceptarte y a mantenerte dormido. Creí que por ti tendría que renunciar a aquello de lo que había disfrutado antes de conocerte; del placer de amar y sentirse amado, del contacto de dos cuerpos que se desean con pasión y libertad, y de las miradas cómplices de dos amantes que se hablan en silencio.

Si te dijese que aceptarte no ha supuesto adaptar mi vida a tu existencia te estaría mintiendo. Tú mejor que nadie, conoce perfectamente los nervios que siento el día antes a una extracción de sangre, o la ansiedad que aún dos años después, me generan las visitas a la farmacia del hospital o la espera en la consulta del médico antes de conocer los resultados del último análisis. Me siento sano, saludable y fuerte, y por eso aún me siento extraño en el pasillo de un hospital a la espera de que un médico me confirme que sigues dormido dentro de mí, que te tengo tan controlado que he reducido tu presencia a la mínima expresión, a lo que clínicamente llaman “indetectable”.

Y así te siento en mi interior, “dormido”. Ni siquiera leyendo esta carta que te dedico me atrevo a levantar demasiado la voz por miedo a despertarte. Espero que aunque seas inmortal, tu sueño sea eterno, porque gracias a él, rehago mi vida con total normalidad. Y para que sigas viviendo en los brazos de Morfeo, hago todos lo posible por no olvidar cada noche la dosis que para ti es tu anestesia, y para mí, mi calma y mi bienestar.

Posiblemente tienes más vida en mi mente que en mi cuerpo. En mi sangre te has convertido en algo tan insignificante que hasta mi sistema inmunológico sigue intacto y más fortalecido que nunca. Pero de mi cabeza, “querido amigo”, y por más que me empeñe, no consigo liberarte al cien por cien. Con cada pequeño problema que nada tiene que ver contigo; vuelves a aparecer, te magnificas, te creces como una sombra amenazante que me aleja de la luz, y te añades a mi lista de preocupaciones. La mente humana es así de inoportuna y caprichosa, y es en los momentos de tristeza, angustia o desolación, cuando vuelves a asomar la cabeza para recordarme que sigues ahí, que no te has ido y que no tienes la mínima intención de abandonarme.

Quizás, darte las gracias suena aún mucho más disparatados que dedicarte estos párrafos, pero es cierto que aunque llegaste a mí como esa “pesadilla antes de Navidad”, hay varias cosas que he de agradecerte.

Te doy las gracias por haberme fortalecido lejos de debilitarme. Te confieso que al principio pensé que sería una batalla perdida, que jugaba a una partida con un adversario letal. No sé cómo ni de dónde, pero finalmente reuní la fuerza, el valor y el coraje necesario con el que desafiarte. No fue fácil, y aún a veces hay instantes en los que siento que me superas, pero amo tanto la vida, lo que soy y lo que tengo, que no permitiré que el miedo me paralice para dejarte conquistar el terreno que tanto ansías.

Gracias también por enseñarme a distinguir lo vital de lo importante, a relativizar los problemas. Estoy aprendiendo a vivir sin prisas, a disfrutar de este viaje, del paisaje y del camino, de esos pequeños placeres como el atardecer en una playa o la caricia amable de una brisa de verano.

Supongo que debes sentirme cómodo y muy a gusto ahí adentro. Tanto es así que te dormiste y no has vuelto a despertar, y sólo eso te pido antes de despedirme. Haré lo posible por garantizarte el mayor descanso con el que nunca hayas soñado; un sueño plácido, largo, dulce, e imperturbable, porque no olvides “querido amigo”, que tu sueño es mi vida, y que mientras tú duermes, mis mañanas despiertan.

Dulces sueños, con cariño,


(Artículo Publicado en AXV Magazine en septiembre de 2010)

viernes, 22 de julio de 2011

Uno más en casa

A veces lo que más deseas llega cuando menos te lo esperas; es entonces cuando un hogar de dos se convierte en uno de tres en el momento en que un cachorro de 20 centímetros de largo y menos de 500 gramos entra por sorpresa por la puerta de casa con aire desorientado y mirada perdida.

Así llegó Romeo hace casi dos meses cambiando buena parte de la dinámica de un hogar hasta ahora habitado por dos. Él ha llenado algunos de los silencios con sus ladridos y con ese sonido que producen sus patitas deslizándose por el parquet; el mismo que te avisa que está cerca y que debes tener cuidado para no pisarlo. Se ha convertido en un despertador sin pilas y con más precisión que un reloj suizo, porque cuando el hambre aprieta, Romeo avisa con un lloriqueo de mocoso insistente.

Y es que cuando uno cree que lo sabe casi todo, llega un bebé cubierto de pelo y que camina a cuatro patas y te demuestra que siempre está dispuesto a todo con esa mirada tierna y un movimiento de colita de izquierda a derecha. Te enseña que pedir cariño no es rebajarse, que estar acompañado es mejor que estar solo cuando la compañía es buena, que la llegada a casa siempre es para él un motivo de fiesta y alegría, y que el tiempo y el cariño es el doble cuando es compartido entre dos, o el triple cuando lo es entre tres.

Es uno más en casa, y un buen motivo para no dejarse llevar por pensamientos negativos; por aquellas sombras que a veces pueden oscurecer el día, por pensar un poco menos en lo que pueda ser o no ser en próximas consultas, análisis y resultados.

Gracias, Romeo, por tu cariño sincero, y muchas gracias, amor, por traerlo a nuestras vidas.

lunes, 2 de mayo de 2011

Miedo a ser diferente

Recuerdo como si fuese hoy lo mucho que me preocupó los posibles efectos visibles que el VIH causaría en mi físico. El pánico que me produjo pensar en la posibilidad de que el virus se reflejase en mi aspecto, y el miedo a que ello condicionase mi vida social llegó incluso a preocuparme más que la propia enfermedad. Un año después, sé que no hay nada que externamente nos haga diferentes, y que como dice una campaña diseñada a finales del pasado año, con motivo del día del SIDA: “la diferencia la pones tú”.

“Si algún día me ves como un enfermo, prefiero que me dejes”, fueron las palabras que entre lágrimas y sollozos pronuncié a mi pareja unas horas después de recibir el diagnóstico. Sentí con rabia e impotencia que la vida se me escapaba de las manos. Me preocupó terriblemente que los demás fuesen testigos de los estragos que el paso del tiempo produciría en mí; debilitándome, degradando mi físico, y transformando mi aspecto hasta convertirlo en un ser enfermizo y débil; sin aliento, sin fuerzas, y desprovisto de armas para ganar una batalla que ya daba por perdida, que me alejaría de mis proyectos y me impediría vivir con la plenitud que hasta ahora había disfrutado.

Un miedo en buena parte producido por el concepto preconcebido que tenía sobre los efectos de la infección, más cercano a la década de los ´80, en la que el VIH era sinónimo de muerte, que de la actual, en la que es considerada una enfermedad crónica.

La idea de llevar tatuadas en mi frente las letras “VIH”, como si de la letra escarlata se tratase, me obsesionó tanto que mientras caminaba por la calle llegué a temer que la gente pudiese señalarme con el dedo. Sentí un terror atroz ante la idea de que mi físico revelara mi estado de salud, y que ello me sometiese a un juicio público, igual al de la protagonista adultera de la novela, en la Nueva Inglaterra del s. XVII.

Y es que aunque para algunos pueda resultar paranoico y exagerado, descubrir que con 28 años uno es portador del VIH supone un impacto emocional sin precedentes, un antes y un después a partir del cual resulta inevitable compararse no sólo con el resto de la humanidad, sino con tu propio “yo” anterior al VIH, aquel que vivía sin la presencia de ese intruso que llega sin pedir permiso, y que transforma la manera de entender la vida.

Recuerdo las malas pasadas que me jugó la imaginación iniciando un proceso mental cuyo último destino final era el miedo a ser diferente, a que fuese otra la imagen que me devolvía el espejo, la de otro “yo”, con un rostro deteriorado, desprovisto de vida, de luz, y carente de belleza. El miedo a ser sólo una sombra de lo que antes era, reducido a la mínima expresión por un virus maldito, y la toxicidad del tratamiento.

Pero afortunadamente, y para mi sorpresa, transcurrido más de un año de convivencia con el VIH, y después de más de doce meses de tratamiento, puedo decir que este virus inoportuno no me ha convertido en una persona visiblemente diferente al resto, que no hay ningún signo en mi cuerpo que me haga parecer distinto, y que la medicación que tomo no me ha producido ningún efecto secundario; mi piel sigue siendo suave al tacto; es sensible a las caricias, mis ojos se recrean ante cualquier muestra de belleza, mis labios besan con amor, y mis piernas caminan y corren con la misma intensidad de siempre.

Sin embargo, aunque no haya diferencias físicamente aparentes desde que pacté este nuevo modo de vivir, me estaría engañando a mí mismo si no reconociese que interiormente ha supuesto una revolución; un antes y un después en mi manera de entender este viaje que es la vida.


Como la pérdida de un ser querido, o el fin de una relación, hacer frente a esta enfermedad me supuso en un principio un acontecimiento traumático. Me sentí en medio de un cruce con dos direcciones posibles: la más cómoda y fácil: dejarme vencer, y convertirme en la víctima de mi propio destino, y otra más complicada; poner a prueba mi fortaleza y demostrarme a mí mismo que ese entrometido indeseable no podría conmigo.

No sé si soy mejor persona que antes del VIH, no sé si más solidario, o más sensible, sí sé que nunca me imaginé escribiendo estos párrafos, ni pensé que ayudar a los demás a través de esta Fundación y del blog pudiese resultar algo tan gratificante. También sé que he aprendido a dar a los problemas la importancia justa, y que esta enfermedad me ha ayudado a relativizar las preocupaciones, y a diferenciar lo importante de lo vital.

Hoy sé que no me siento un ser diferente por ser seropositivo. Soy diferente porque he afrontado con dignidad la aventura que ha supuesto vivir con VIH, porque la evolución interior que he experimentado en un solo año, ha sido tan intensa que sé que podría haberla vivido en veinte o cuarenta.

Finalmente he comprendido que los resultados positivos de un análisis o la toma diaria de un medicamente no me convierte en alguien diferente, y que las diferencias más importantes no son precisamente aquellas que se ven a simple vista, sino aquellas que te permiten adoptar una actitud fuerte y optimista frente al misterio de lo desconocido.


(Artículo Publicado en AXV Magazine en diciembre de 2009)

domingo, 27 de marzo de 2011

Elizabeth Taylor: Solidaria hasta el final

El pasado miércoles los ojos color violeta de Hollywood se cerraban para siempre. El corazón del mito de la industria del séptimo arte dejaba de latir y Elizabeth Taylor nos decía adiós para siempre.

Desde entonces mucho se ha hablado de su intensa vida sentimental y de su magistral talento interpretativo más que demostrado en títulos consagrados como grandes obras maestras del cine clásico. Pero además de un icono de la belleza, el glamour y el talento, la “Cleopatra” de Hollywood fue una activista en la lucha contra el SIDA y durante toda su vida mantuvo fiel su compromiso hacia esta causa.

En octubre de 1985 Rock Hudson, íntimo amigo de la actriz, fallecía justo dos meses después de haber anunciado al mundo que padecía SIDA, una enfermedad todavía desconocida en la época. “No estoy feliz por tener sida, pero si esto puede ayudar a otros, al menos puedo saber que mi propia desgracia tiene un valor positivo”, fue el último mensaje público emitido por el mítico galán de Hollywood.

Muy hondo caló en Elizabeth Taylor la declaración de su confidente, y tras superar el duro impacto que para la dama de Hollywood supuso la pérdida de su compañero en “Gigante”, comenzó su política activista antisida que mantendría a lo largo de toda su vida recaudando fondos para fomentar la investigación y promoviendo la tolerancia social hacia los enfermos: ayudó a crear una fundación para luchar contra la enfermedad (American Foundation for AIDS Research), poco después abriría su propia Fundación “The Elisabeth Taylor Aids Foundation”. Además, la actriz participó activamente en foros internacionales, e incluso intervino ante las Naciones Unidas, en su sede de Nueva York para pedir a los gobernantes una mayor implicación a la erradicación de la enfermedad.

En 1992 Elizabeth Taylor recibió el premio Príncipe de Asturias de la Concordia por su lucha contra el SIDA. Estas fueron las palabras con las que cerraba su discurso de agradecimiento: “Les ruego que me ayuden, pero, por favor, ayúdenme ahora. Ayúdenme a cambiar el mundo. Ayúdenme a proteger a los enfermos y salvaguardar a los sanos. Ayúdenme a acelerar la investigación y la educación en todos los países. Pido que cada uno encuentre en sí mismo la capacidad de decir: "sí, haremos todo lo necesario". Juntos caminaremos más deprisa que solos. Iniciemos este camino, ustedes y yo, aquí y ahora.”

En este causa, “La Gata sobre el tejado de Zinc” no estuvo sola, su gran amigo Michael Jackson, le acompañó en su compromiso y ambos compartieron su lucha contra la enfermedad. En el año 2000 el Rey del Pop entraba en el libro Guiness de los Records por ser el que mayores contribuciones hizo a causas solidarias.

¿Se puede ser solidario incluso después de muerto? Sí, y como muestra de ello, esta semana la familia de Elizabeth Taylor ha pedido que en lugar de comprar flores, quienes quieran honrar a la actriz hagan donativos a la fundación contra el sida creada por ella misma.

Dicen que los mitos nunca mueren; nos dejan su música o sus interpretaciones como legado. Como herencia su talento como artistas; un placer exquisito al alcance de todos aquellos que lo apreciamos y lo disfrutamos con los cinco sentidos. Una estrella menos brilla en Hollywood pero una más lo hace en el cielo.

Gracias Elizabeth, no sólo por tu talento interpretativo o por cautivarnos con tu incomparable belleza, también por darnos una lección de solidaridad, lucha y compromiso del que muchos deberíamos aprender.

sábado, 19 de marzo de 2011

Ser Positivo

El miedo, la duda, el pánico, la rabia, la culpabilidad, y la tristeza, fueron algunos de los sentimientos que me invadieron al recibir mi diagnóstico VIH+. Sentir que con 27 años perdía el control de mi vida, la posibilidad de llevar a cabo mis proyectos y de hacer realidad mis sueños se convirtió en una amenaza constante.

Siempre pensé que no habría un día peor en mi vida que el día en que me despedí para siempre de mi padre. Es difícil describir el doloroso sentimiento que supone decir adiós definitivamente a alguien que desde siempre ha formado parte de tu vida. Fue una trágica experiencia vivir en primera persona como el cáncer iba consumiendo poco la vida del hombre que me vio nacer.

Sin embargo, hace cinco meses me di cuenta de que sí podía haber un día peor a aquel. El día en que recibí la noticia que nadie espera, el día en que una fría llamada telefónica me confirmaba, tan sólo unas horas después de haberme realizado la prueba, que era VIH+.

Resulta casi imposible narrar el cúmulo de sensaciones que experimenté ese día y los siguientes; terror, pánico, tristeza, miedo, culpabilidad, … Era inevitable atormentarme con la idea de que mi vida tendría un fin cercano, y que nada podría hacer para evitarlo. El impacto que sufrí al recibir la noticia supuso un cambio por completo al sentido de todo aquello que me rodeaba. Mi escala de prioridades dio un vuelco radical. Lo que hasta ahora había considerado importante quedaba relegado a un lugar más que secundario.

Los días siguientes al recibir el diagnóstico me obsesioné con buscar información en Internet; tenía una necesidad infinita por saber. Pensaba que, en cierto modo, estar informado de la realidad actual del VIH aliviaría mi estado de ansiedad total. Con ello aprendí el arma de doble filo que supone estar informado; encontrar información de dudosa fiabilidad, casos extremos de personas con SIDA o información muy desfasada, sólo sirvieron para acrecentar mi alarma y potenciar mis miedos.

Por otro lado, sí encontré en Internet información fiable; páginas web dedicadas específicamente al VIH y SIDA, consejos, artículos de médicos expertos en el virus, foros para seropositivos que daban respuestas a las dudas y preguntas comunes de todos aquellos que comienza a vivir con VIH.

Poco a poco comencé a familiarizarme con términos hasta ahora desconocidos para mí: carga viral, adherencia, TARGA, infecciones oportunistas, … Me hice un experto en una jerga que nunca pensé que fuese a formar parte de mi vida. En cierto modo, conocer todos aquellos conceptos me sirvió para ganar algo de seguridad, o al menos, la que en un principio necesitaba para seguir adelante e intentar mantenerme fuerte.

No fue hasta mi primera visita al doctor cuando conseguí empezar a relajarme. Una pequeña luz de esperanza se abrió ante mis ojos, que tantas lágrimas habían derramado los días anteriores. Su excelente trato profesional conmigo y su manera de mostrarme de una forma tan natural lo que me estaba ocurriendo, consiguió tranquilizarme. Su clara explicación sobre como el VIH actúa sobre el sistema inmunológico y los múltiples tratamientos disponibles que en la actualidad se ofrecen a los pacientes, me ofrecieron la primera dosis de optimismo que tan urgentemente necesitaba para hacer frente a mi nueva realidad.

A las semanas siguientes y tras los primeros análisis de sangre, los datos de mi carga viral y mi recuento de cédulas CD4 evidenciaban que pronto necesitaría iniciar el tratamiento. Decidí comenzarlo cuanto antes, por supuesto, siguiendo las indicaciones de mi médico. Me armé de fuerza y valor para enfrentarme a ese siguiente paso, con todo lo que ello suponía: desde ahora tomaría como mínimo una pastilla diaria por un tiempo indefinido, y posiblemente padecería alguno de los efectos secundarios de los fármacos.

Afortunadamente salvo los primeros días en los que experimenté una sensación de mareo, algo de nauseas y algunos sarpullidos, me “adherí” al tratamiento, - siguiendo la jerga del VIH - perfectamente. Mi principal temor se basaba en poder olvidar la toma diaria de mis dos pastillas. Sin embargo, recordarlo a diario sin llegar a obsesionarme por ello, no fue una tarea difícil, y poco a poco comenzó a convertirse en un hábito rutinario, monótono y mecánico más de mi día a día.

Con el paso del tiempo sentí como la situación se normalizaba poco a poco. Comencé a sentirme anímicamente bien, y a cuidarme a mí mismo más que nunca. Me fue de gran ayuda seguir mi vida como antes, sin a penas diferencias, más que tomar a diario los medicamentos y acudir a las consultas habituales.

Inconscientemente comencé un proceso de aceptación, y un día decidí dejar de declararme culpable por un delito que nunca había cometido. Empecé a entender que no tenía sentido negarme placeres con los que antes disfrutaba, entre ellos, el sexo, que a priori había rechazado como si fuese algo que no mereciese. Decidí que seguiría disfrutando de ello, con la responsabilidad que eso supone para un seropositivo.

El apoyo constante de mi pareja en todo el proceso de asimilación de mi “nueva vida” fue un factor primordial para seguir adelante. Sentir de cerca su apoyo fue una de los motores que me impulsaron a seguir adelante. Me fue de gran ayuda saber que seguía sintiéndome amado, deseado y comprendido por él.

De algún modo deje también de sentirme culpable por haber decidido desde el principio no revelar mi nuevo estado, salvo a mi pareja y una amiga íntima. Considero que es algo que forma parte de mi privacidad y que tengo el pleno derecho de decidir si contarlo o no, y también a quien.

Aunque suene duro, sé que si dijese que tuviese cáncer recibiría el apoyo y la compresión de todo el mundo, pero aún hoy en día decir abiertamente “soy seropositivo” me podría generar más inconvenientes que ventajas. Aunque afortunadamente la medicina ha avanzado a pasos agigantados en el tratamiento de esta enfermedad, el estigma y los prejuicios sociales generados en torno al VIH siguen siendo una realidad, que hoy por hoy se presenta difícil de cambiar.

Hoy puedo decir con voz firme y cabeza alta que me considero una persona feliz a pesar de ser seropositivo. Valoro cada día de mi vida e intento aprovecharlo al máximo. Me cuido, me mimo, me respeto y me quiero más que nunca. Como lo hacía antes, intento hacer felices a los que me rodean. Aunque he llorado mucho, y posiblemente lo siga haciendo alguna que otra vez, no he dejado de sonreír. Sé que tengo mucha vida por delante, un largo camino por recorrer, y que no voy a perder mi presente pensando en si tuve mala suerte o en que soy una víctima por tener que vivir con ello. Pensar más o menos en ello no soluciona el problema. De alguna forma he aprendido a no preocuparme por aquello que no ha ocurrido, y que ni siquiera sé si ocurrirá. “No es el partido, sino como lo juegas.”

Desde mi experiencia, la solución hoy en día se basa en aprender a aceptarlo; asumir que, hasta que la medicina no nos sorprenda con la gran noticia, viviré el resto de mi vida con un compañero que habita dentro de mí, vino sin pedir permiso, sin ser invitado, y mucho menos deseado.

Al fin y al cabo, como en las relaciones de pareja, y hasta que no podamos expulsarlo por completo, la cuestión es aprender a convivir con él, y mientras tanto intentar ser feliz, y sonreír a la vida.


(Artículo Publicado en AXV Magazine en mayo de 2009)

miércoles, 2 de marzo de 2011

Bajo la máscara

Es Carnaval. Durante estos días las calles de medio mundo se llenan de máscaras, pelucas y disfraces en un desfile de música, brillo y explosión de color. Desde el lujo del Carnaval en Venecia hasta el desenfreno de los ritmos brasileños en Río de Janeiro, el Carnaval es sinónimo de fiesta, diversión y alegría de multitudes que una vez al año se disfrazan para convertirse en alguien diferente, en lo que no somos el resto del año o quizás en aquello que nos gustaría ser.

Ocultarse bajo una máscara sin identidad, sin nombre ni apellidos y encarnarse en un ser nuevo que no tiene pasado ni futuro, tan sólo el momento presente, el “aquí” y “ahora” de un personaje reinventado, vacío de historia; he ahí la magia del Carnaval, olvidarnos por un momento de lo bueno y lo malo de ser quien somos.

Me pregunto si algunos nos ocultamos durante el resto del año tras una máscara que disimula una mirada de secretos inconfesables y de misterios ocultos; un disfraz con el que nos sentimos bien, que nos permite vivir cómodamente, en el que confiamos y con el que ganamos seguridad; una medio mentira o una verdad a medias, que ayuda pero no hace daño, que alivia el dolor y devuelve esperanza.

Porque en el interior de un disfraz o en el rostro que se oculta bajo una máscara siempre hay una historia que no se cuenta, que se pierde entre el fulgor de la fiesta donde lo importante no es la persona sino el personaje.

Por eso, porque en Carnaval está permitido, olvidémonos por una noche de ser quien somos, convirtámonos en superhéroe, en personaje de cuento de hadas o en cisne negro. Seamos por una noche algo que nunca hemos sido, que quizás nunca seremos pero que una vez al año y juntos podemos jugar a serlo. ¡Feliz Carnaval!

miércoles, 9 de febrero de 2011

La vida sigue igual

Más de dos años he necesitado para observar con relativa perspectiva las diferentes etapas que he atravesado durante todo este tiempo; primero fue la sorpresa ; “¡No me lo puedo creer!” , después la negación; “¡Es imposible! ¡Debe ser un error!”, después el miedo; “¿Qué va a ocurrirme ahora?”, tiempo posterior vino la aceptación; “Es lo que hay. Tengo que vivir con ello y ser feliz”, y por último la fase más agradecida y agradable de todas; la normalidad.

Así es como el tiempo me permite observar ahora todo ese proceso dramático e intenso que comenzó antes de terminar el 2008, y que ha desembocado en una sensación placentera de “normalidad”. ¿Qué ha ocurrido con el resto de las fases? ¿Qué ha sido de ese sentimiento de negación, de “no me puede estar pasando a mí”? ¿Dónde ha ido a parar el miedo a despertarme un día y no sentirme bien, a sentirme cansado, desgastado y enfermo? ¿Dónde están las lágrimas de los primeros días y ese sentimiento de culpa con el que me torturé? ¿En qué se ha convertido el rencor que un día sentí hace aquel que me infectó; ése al que nunca podré poner cara ni nombres ni apellidos?

Pero el tiempo es así, y afortunadamente el transcurso de los días, los meses y los años juegan a nuestro favor cicatrizando las heridas, aplacando el dolor y brindándonos la estabilidad mental necesaria para hacer frente a esta aventura y recuperar la “normalidad” que un día, y no hace tanto, di por perdida.

La misma normalidad que hace que este blog no se actualice demasiado, o al menos no tanto como me gustaría. Sería una excusa fácil decir que es por falta de tiempo, pero lo cierto es que hay veces en la que no se me ocurre nada nuevo que contaros en torno a esta enfermedad.

Me pregunto qué sentido tendría hablar aquí del resto de asuntos e intereses que sí llenan mi vida, y me aportan mucho más allá del VIH. Y lo que es más; me pregunto si os interesaría saber cuál es el último viaje que he hecho, la última película que he visto, el último libro que he leído, o como he decidido celebrar mi próximo cumpleaños.

Hoy, esa normalidad cobra más sentido que nunca con los resultados de mis últimos análisis; carga viral indetectable y mis defensas a más de 800. Como veis, y como dice la canción que catapultó al éxito a Julio Iglesias: “la vida sigue igual.”