domingo, 19 de abril de 2009

A ella, que me dio la vida

Después de cinco meses, de mucho darle vueltas, de escuchar los consejos de mis amigos más íntimos, por fin, este fin de semana, me atreví a dar el paso de contarle a la persona con la que vivo, la misma que me dio la vida, que soy seropositivo. Por fin tendría el valor de sentarme frente a mi madre, mirarle a los ojos, cogerle la mano, y sin dejarme llevar demasiado por las emociones, contarle lo que hace unos meses supuso para mí el impacto más fuerte de mi vida.

Fue el pasado viernes. Llegaba a casa después de entrenar en el gimnasio mentalizado en que nada más llegar me dirigiría a ella, y le diría: “mamá, tengo que contarte algo”. Nunca el camino de vuelta a casa se hizo tan largo, incluso me pareció que el edificio en el que vivo había desplazado la casa del tercer al décimo piso; los segundos en el ascensor se hicieron eternos. Sabía que la próxima vez que saldría de casa, nada iba a ser como antes. Ella, que me dio la vida, sabría de una vez por todas, toda la verdad.

Por un instante antes de entrar me sentí decidido, firme y fuerte, aunque sin llegar a mantener por completo el control de mis nervios. Como de costumbre, entré y la saludé con un “Hola” entrecortado por mis nervios. Dejé mis cosas en mi cuarto, y sin pensarlo más y con voz temblorosa, interrumpiéndola mientras cocinaba, le dije: “Mamá, tengo que contarte algo”. Ella me miró con ojos temerosos: “¿Bueno o malo?”, me dijo. “Regular …”, contesté yo, con la intención de no asustarla más de lo debido.

Nos sentamos, le cogí la mano y sosteniéndola con cariño comencé a explicarle: “Hay un tema de salud que sé desde hace meses y que debes saber.” De repente, sus lágrimas comenzaron a brotar sin control alguno. “Tranquila, no tengo cáncer, ni un tumor terminal, ni nada parecido. Tengo un virus que se llama V.I.H.”. “¿Eso es SIDA?”, me preguntó. “Sí y no”, le respondí. Intenté aclarárselo: “Podría desarrollar SIDA si no supiese que soy seropositivo, y si no estuviese en tratamiento, pero estando controlado y revisado, no tengo porque tener SIDA nunca.”

Logré tranquilizar su estado de nervios y desconcierto, y también el mío. Comencé a explicarle objetiva y científicamente en qué consistía la enfermedad, de la misma forma que el médico lo hizo conmigo unos meses antes. Le conté las consultas médicas a las que había asistido, y los buenos resultados de la última. Le pedí que ella misma me acompañase a la próxima.

No podía creer como aquellas palabras salían de mi boca, ya con cierta calma y facilidad, conteniendo al máximo la emoción. Le pedí que me perdonara por no habérselo contado antes. Le expliqué que no me sentía lo suficientemente fuerte para ello. Respondí a todas sus preguntas, y me acompañó hasta mi habitación donde le enseñé donde guardo los medicamentos que he de tomar a diario. “Si algo me ocurre, tienes que saber que he de tomar estas dos pastillas siempre”, le dije. Y añadí algo: “Oigas lo que oigas por ahí, créeme a mí. Créete sólo lo que yo te cuento.”

Me comprendió, me entendió y me dijo que nunca lo hubiese imaginado porque mi estado físico y anímico es excelente. Mi sensación de liberación fue total. Sin duda, fue lo más difícil que he hecho nunca, pero lejos de arrepentirme, no puedo evitar sentirme orgulloso y satisfecho. Jamás hubiese pensado que tendría que dar una noticia así a la mujer más importante de mi vida, a ella, que me dio la mía.