lunes, 2 de mayo de 2011

Miedo a ser diferente

Recuerdo como si fuese hoy lo mucho que me preocupó los posibles efectos visibles que el VIH causaría en mi físico. El pánico que me produjo pensar en la posibilidad de que el virus se reflejase en mi aspecto, y el miedo a que ello condicionase mi vida social llegó incluso a preocuparme más que la propia enfermedad. Un año después, sé que no hay nada que externamente nos haga diferentes, y que como dice una campaña diseñada a finales del pasado año, con motivo del día del SIDA: “la diferencia la pones tú”.

“Si algún día me ves como un enfermo, prefiero que me dejes”, fueron las palabras que entre lágrimas y sollozos pronuncié a mi pareja unas horas después de recibir el diagnóstico. Sentí con rabia e impotencia que la vida se me escapaba de las manos. Me preocupó terriblemente que los demás fuesen testigos de los estragos que el paso del tiempo produciría en mí; debilitándome, degradando mi físico, y transformando mi aspecto hasta convertirlo en un ser enfermizo y débil; sin aliento, sin fuerzas, y desprovisto de armas para ganar una batalla que ya daba por perdida, que me alejaría de mis proyectos y me impediría vivir con la plenitud que hasta ahora había disfrutado.

Un miedo en buena parte producido por el concepto preconcebido que tenía sobre los efectos de la infección, más cercano a la década de los ´80, en la que el VIH era sinónimo de muerte, que de la actual, en la que es considerada una enfermedad crónica.

La idea de llevar tatuadas en mi frente las letras “VIH”, como si de la letra escarlata se tratase, me obsesionó tanto que mientras caminaba por la calle llegué a temer que la gente pudiese señalarme con el dedo. Sentí un terror atroz ante la idea de que mi físico revelara mi estado de salud, y que ello me sometiese a un juicio público, igual al de la protagonista adultera de la novela, en la Nueva Inglaterra del s. XVII.

Y es que aunque para algunos pueda resultar paranoico y exagerado, descubrir que con 28 años uno es portador del VIH supone un impacto emocional sin precedentes, un antes y un después a partir del cual resulta inevitable compararse no sólo con el resto de la humanidad, sino con tu propio “yo” anterior al VIH, aquel que vivía sin la presencia de ese intruso que llega sin pedir permiso, y que transforma la manera de entender la vida.

Recuerdo las malas pasadas que me jugó la imaginación iniciando un proceso mental cuyo último destino final era el miedo a ser diferente, a que fuese otra la imagen que me devolvía el espejo, la de otro “yo”, con un rostro deteriorado, desprovisto de vida, de luz, y carente de belleza. El miedo a ser sólo una sombra de lo que antes era, reducido a la mínima expresión por un virus maldito, y la toxicidad del tratamiento.

Pero afortunadamente, y para mi sorpresa, transcurrido más de un año de convivencia con el VIH, y después de más de doce meses de tratamiento, puedo decir que este virus inoportuno no me ha convertido en una persona visiblemente diferente al resto, que no hay ningún signo en mi cuerpo que me haga parecer distinto, y que la medicación que tomo no me ha producido ningún efecto secundario; mi piel sigue siendo suave al tacto; es sensible a las caricias, mis ojos se recrean ante cualquier muestra de belleza, mis labios besan con amor, y mis piernas caminan y corren con la misma intensidad de siempre.

Sin embargo, aunque no haya diferencias físicamente aparentes desde que pacté este nuevo modo de vivir, me estaría engañando a mí mismo si no reconociese que interiormente ha supuesto una revolución; un antes y un después en mi manera de entender este viaje que es la vida.


Como la pérdida de un ser querido, o el fin de una relación, hacer frente a esta enfermedad me supuso en un principio un acontecimiento traumático. Me sentí en medio de un cruce con dos direcciones posibles: la más cómoda y fácil: dejarme vencer, y convertirme en la víctima de mi propio destino, y otra más complicada; poner a prueba mi fortaleza y demostrarme a mí mismo que ese entrometido indeseable no podría conmigo.

No sé si soy mejor persona que antes del VIH, no sé si más solidario, o más sensible, sí sé que nunca me imaginé escribiendo estos párrafos, ni pensé que ayudar a los demás a través de esta Fundación y del blog pudiese resultar algo tan gratificante. También sé que he aprendido a dar a los problemas la importancia justa, y que esta enfermedad me ha ayudado a relativizar las preocupaciones, y a diferenciar lo importante de lo vital.

Hoy sé que no me siento un ser diferente por ser seropositivo. Soy diferente porque he afrontado con dignidad la aventura que ha supuesto vivir con VIH, porque la evolución interior que he experimentado en un solo año, ha sido tan intensa que sé que podría haberla vivido en veinte o cuarenta.

Finalmente he comprendido que los resultados positivos de un análisis o la toma diaria de un medicamente no me convierte en alguien diferente, y que las diferencias más importantes no son precisamente aquellas que se ven a simple vista, sino aquellas que te permiten adoptar una actitud fuerte y optimista frente al misterio de lo desconocido.


(Artículo Publicado en AXV Magazine en diciembre de 2009)